El poder y el consenso, texto de José Luis Escorihuela

¿Por qué resulta tan difícil tomar decisiones por consenso? ¿Qué significa el consenso? y ¿Qué técnicas y herramientas lo facilitan? ¿Cómo llegar a acuerdos consensuados? ¿Hay razones más profundas que hacen muy difícil tomar decisiones consensuadas?
El poder es la dificultad fundamental para el consenso. La mayoría vivimos el poder como algo ajeno, que infunde respeto y temor, no queremos sufrir sus consecuencias agresivas. El poder puede producir abusos o injusticias. El poder está en el más fuerte, en la fuerza física del otro, en la tecnología más potente. En la apropiación de la representación del otro. Para muchos, el poder está en su capacidad para disponer lo que otros deben hacer, y se autolegitima. Los débiles evitan sus consecuencias, evitan el enfrentamiento por desigual. El poder afecta a las decisiones que tomamos, y que otros toman por nosotros, a pesar de las injusticias que pudieran cometerse.
Si somos consecuentes, contra un poder abusivo, nos rebelamos, tratamos de hacer valer nuestros derechos, buscamos la unión común para contrarrestarlo, necesaria contra relaciones jerárquicas que se aceptan por necesidad pero no por convicción (como ocurre en muchos trabajos). Pero en un grupo de iguales, en el que todas las decisiones se toman en asamblea, con la regla de: “Una persona, un voto” ¿Por qué sigue habiendo abusos de poder? ¿Quién lo asume en un sistema aparentemente tan igualitario y democrático? No basta decir que la culpa de todo la tiene la regla de la mayoría, que pone el poder en una parte del grupo en detrimento del resto. Las minorías también pueden abusar, empujando a posiciones más extremas. Es fácil poner excusas y culpar al otro ajeno a nosotros. En un grupo de iguales el poder está en todos y en cada uno. La lucha está entre nosotros y cada uno. Somos nosotros, cada uno, los que queremos que las decisiones se tomen de acuerdo a nuestro criterio o intereses personales, los que con mayor o menor ahínco defendemos nuestras posiciones y criticamos las de los demás, somos los que sutilmente amenazamos o camelamos al grupo para imponer nuestros valores, opiniones o creencias. El poder está en cada uno de nosotros y lo utilizamos de muchas maneras, con la palabra o con el silencio, con la defensa activa y abierta de nuestra posición y con el aparente distanciamiento y la queja, con las alianzas visibles y con otras invisibles. En un grupo de iguales todos tenemos poder (lo que no quiere decir que todos tengamos la misma capacidad de influir en el grupo). Y eso es lo malo.
¿Es malo tener poder? Que el poder y la responsabilidad se distribuya por igual entre todos los miembros de un grupo no sólo no es malo, es necesario. Necesitamos este poder individual para evitar cualquier deriva totalitaria, cualquier situación de abuso. Un grupo que toma las decisiones por consenso da a todos sus miembros la posibilidad de defenderse de una injusticia que el grupo puede estar cometiendo, tal vez sin advertirlo. El problema no está en disponer de este poder individual. El problema está en nuestra incapacidad para ir más allá de este irrenunciable poder individual, que casi siempre mostramos en forma de poder “contra” algo o alguien, hacia un poder colectivo que sería ante todo un poder “para” hacer algo en beneficio de todos. La pregunta inicial de por qué nos resulta tan difícil tomar decisiones consensuadas se plantea ahora en estos términos ¿por qué no somos capaces, o nos cuesta tanto, canalizar nuestro poder individual hacia una búsqueda colectiva de posibles soluciones a los conflictos de intereses que existen en todo grupo y nos resulta sin embargo tan fácil utilizarlo para defender posiciones que consideramos irrenunciables a sabiendas de sus efectos claramente destructivos sobre el grupo y en último término sobre nosotros mismos? ¿Por qué nos empeñamos en mantener una posición, un valor o un ideal que, por muy importante que sea para nosotros, no es algo compartido, sino fuente de conflicto que nos debería llevar a buscar una solución entre todos, antes de permitir la destrucción del grupo del que somos parte y aceptar resignadamente el dolor y el sufrimiento que tal destrucción nos produce? ¿Por qué es tan popular y actual una frase como “antes morir que dar mi brazo a torcer”?
No creo que sea fácil responder a estas preguntas. Se repite hasta la saciedad que necesitamos ser flexibles y tolerantes. Flexibles para modificar nuestra posición, tolerantes para respetar la de los demás. Pero la intención de la pregunta no está recogida en esa respuesta. La pregunta se refiere a un poder que tenemos y que raramente convertimos en poder colectivo, de un poder de unos que no alcanza a ser un poder para todos. Es evidente que algo del egoísmo e individualismo que caracteriza la civilización actual está en la base de nuestra incapacidad para lo colectivo. Pero ni siquiera una actitud así es consistente. Porque si de lo que se tratara en última instancia fuera realmente obtener lo mejor para cada uno de nosotros, cualquier conducta que potencie lo colectivo tiene a la larga consecuencias individualmente más beneficiosas, ya que como individuos nos veríamos favorecidos por la prosperidad y riqueza del colectivo del que somos parte, mientras que una actitud intrínsecamente egoísta, que pueda incluso llevar a la destrucción del grupo, supone también un daño irreparable para cada uno de nosotros como individuos.
Una respuesta completa a la anterior pregunta no es simple, influyen muchos factores que van desde la propia historia personal hasta la psicología de los procesos de grupo. Las personas que forman parte de un grupo de iguales tienen por ello en sus manos un valioso poder, un poder que si utilizamos con una visión amplia y constructiva se convierte en una poderosa fuerza colectiva capaz de conseguir cualquier cosa. Si todos los que formamos parte de un colectivo fuéramos conscientes de ello, fuéramos conscientes de lo limitado que es el poder de cada uno y de las ventajas del poder para todos, entonces, sin duda, sería más fácil alcanzar consensos.